26.3.05
Lo que llamamos Dadá
Lo que llamamos Dadá es un juego de locos a partir de la nada en el que se enredan todas las cuestiones elevadas; un gesto de gladiadores; un juego con los despojos raídos; una ejecución de la moralidad y la plenitud de pose.
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El dadaísta ama lo extraordinario, incluso lo absurdo. Sabe que en la contradicción se afirma la vida y que su época tiende, como ninguna antes, a la aniquilación del generoso. Todo tipo de máscara le resulta por eso deseable, cualquier juego del escondite en el que esté latente una fuerza embaucadora. Lo verdaderamente increíble para él, en medio de esta enorme artificiosidad, es lo directo y primitivo.
Como la bancarrota de las ideas ha deshojado la imagen del hombre hasta sus capas más profundas, aparecen de forma patológica los impulsos y las partes ocultas. Como ningún tipo de arte, política o confesión parecen poder contener este desbordamiento, lo único que queda es el chiste y la pose sangrienta.
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El dadaísta confía más en la verdad de los acontecimientos que en el ingenio de las personas. Las personas le resultan baratas, sin excluir la suya propia. Ya no cree en la comprensión de las cosas desde un punto de vista, y sin embargo está tan convencido de la unión íntima de todos los seres, de su pertenencia a un todo, que sufre por las disonancias hasta la autodisolución.
13-VI
La imagen nos diferencia. En la imagen captamos. Sea lo que sea –es de noche-, conservamos la impresión en las manos.
La palabra y la imagen son una sola cosa. El pintor y el poeta se corresponden. Cristo es imagen y palabra. La palabra y la imagen están crucificadas.
Hay una secta gnóstica, cuyos adeptos estaban tan embriagados por la imagen de la infancia de Jesús, que se tumbaban lloriqueando en una cuna y se hacían amamantar y envolver en pañales por las mujeres. Los dadaístas son niños en pañales de una nueva época.
Hugo Ball
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